Corriente de agua continua y más o menos caudalosa que va a desembocar en otra, en un lago o en el mar. Así define el Diccionario de la RAE la palabra “río”. Y así lo hemos visto durante décadas: un mero cauce de agua y, en gran medida, un simple recurso sin más.

Sin embargo, el río no es solamente una masa de agua que transcurre por un cauce; constituye un ecosistema vivo que se va transformando en el tiempo y en el espacio. El ecosistema fluvial está formado por el biotopo y las biocenosis que en él viven. El biotopo es un ámbito con condiciones medioambientales uniformes que cuenta con tres elementos principales: cauce, ribera y llanura de inundación. La biocenosis, por su parte, la conforman todos los seres vivos, tanto especies acuáticas como terrestres, que habitan en el biotopo.

No obstante, a causa de los diversos usos que ha realizado en ellos el ser humano, estos ecosistemas fluviales han visto reducidas su estructura y funcionalidad; y tenemos como prueba la transformación sufrida por el río Deba en el valle de Deba.

Fotografía: Estado del río Deba a su paso por el centro urbano de Bergara. Procedencia: Agencia Vasca del Agua (Archivo fotográfico abierto). Autor: Pedro Odriozola

En el año 2000, la aprobación por parte de la Unión Europea de la Directiva Marco del Agua supuso una honda transformación respecto a la gestión de los ríos, estableciendo la necesidad de atender a la complejidad de los ecosistemas fluviales. Así pues, como consecuencia de dicha directiva, se comenzó a prestar más atención al carácter de los corredores fluviales tanto para la ordenación del territorio como para la gestión del agua, ya que el corredor fluvial abarca el conjunto de un territorio fluvial, es decir, el río en su canal de estiaje, la vegetación de ribera y el espacio que ocupan las aguas durante las crecidas, junto con la cubierta vegetal asociada.

Los corredores fluviales, además de su valor ecológico intrínseco, cumplen dos funciones fundamentales, como conectores ecológicos y como reguladores hidrológicos.

Respecto al valor ecológico, los corredores fluviales albergan ecosistemas asociados al río, tanto acuáticos como terrestres y de interfaz entre ambos, configurando un espacio de elevada biodiversidad que funciona como refugio para muchas especies vinculadas al ámbito fluvial. Debe también tenerse en cuenta que el río es un sistema con dimensión longitudinal, quizás la más aparente, pero también con dimensión transversal y en profundidad, cuando el río se conecta con el acuífero.  Y es en esta conexión ecológica donde el bosque de ribera desempeña un papel crucial: constituye el refugio de diversas especies animales y vegetales, crea la sombra necesaria para mantener la temperatura del agua, las raíces de su vegetación consolidan los cauces y reducen la erosión, atenuando la fuerza y la velocidad del agua en las crecidas, aminorando así posibles daños en infraestructuras. Sin embargo, la vegetación de ribera sobre todo en los ámbitos urbanos presenta un estado deplorable, habiendo desaparecido completamente en muchos casos, dejando al río desnudo y sin protección alguna.

Por otro lado, en su papel de “reguladores hidrológicos” actúan como laminadores del caudal y de las cargas de sedimento que arrastra el río en periodos de crecida, disipando parte de su energía, reduciendo los daños asociados y recargando los acuíferos.

Por tanto, para que el río se mantenga en buen estado, son imprescindibles los siguientes elementos: vegetación, sedimento, lugares de detención de caudal, madera en el cauce, fauna y flora local, lugares sombríos, espacios para las crecidas... Es evidente que el río no es un cauce sin vida.

Fuente: Agencia Vasca del Agua

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